Columna de análisis social, cultural,
político y económico.
Mamotreto que refleja la exclusiva opinión de su obnubilado
autor, afanado en compartirla con la mejor opinión de su media docena de fieles
lectores.
Año II, Tomo II, Época II,
Edición del 5 de noviembre de 2017, No. 150.
"AGOTAR EL ÚLTIMO CARTUCHO"
Suele decirse que cuando -en una batalla- se ha agotado el último cartucho, querrá decir que se ha llegado al momento crucial en que sólo queda el prepararse dignamente para morir o pasar el trago amargo de la rendición. En la vida 'normal', llegan instantes así de dramáticos. Te detienes unos momentos a recordar. Tenías casi cinco años. Tras abandonar la idea de salir de Yuba -en la Alta California- rumbo a Seattle, en el estado de Washington, Elenita -tu madre- y tú, bajan del tren en la estación de Guadalajara, tras decidir ella, con jolgorio tuyo, darle una oportunidad adicional a tu padre -Lorenzo- de reconstruir el nido deshecho un par de años antes, debido al corazón en condominio de tu progenitor, además de su afición por las bebidas espirituosas, la trova y la bohemia. Total, que ante la solemne promesa de reforma, avalada por el Sr. Cura Romo, de la Parroquia de Santa Teresa de Jesús, ilusionados, estaban de vuelta en la Perla Tapatía. En el andén no estaba tu padre. En un taxi se dirigieron a casa de Carmen Méndez -la entrañable amiga de tu madre-, donde permanecieron el resto del día, hasta que tu padre, en un auto prestado por Ramón Jaime, su amigo, llegó a recogerlos. Elenita estaba molesta, tú en cambio, estabas fascinado con el camioncito de reluciente hojalata que tu padre te obsequió. Esa tarde llegaron por fin a la reluciente casita de la calle Jaime Nunó casi esquina con Juan Álvarez. De ella recuerdas su cocina de azulejos y la hornilla de leña y carbón en la que Elenita cocinaba. Fueron días felices, aunque tristemente muy breves. Lorenzo, mientras se mantuvo sobrio, era insuperable. Cantaba tangos con muy bien timbrada voz. Tenía un carácter jocoso y bullanguero. Estaba dotado de una inteligencia admirable. Como mecánico industrial no tenía quien le hiciera sombra, pero... tenía que haber un pelo en la sopa. Día tras día acudes a la esquina de tu casa con un portaviandas en la mano -enviado por tu madre- con el almuerzo de tu padre. Ansioso, esperas que aparezca el autobús 'chato' No. 64 de la línea Mexicaltzingo - Mesquitán, -los ex tranviarios-, del que es conductor tu padre. Hace la parada. Subes. Te ubicas orgulloso en el asiento inmediato, atrás del conductor. Lo acompañas mientras come, al final del circuito. Luego, reanuda la marcha en la siguiente vuelta hasta dejarte en la misma esquina en que subiste inicialmente. Alegre, con unas monedas en el bolsillo de tu pantalón de pana, corres a tu casa a entregar presuroso, el utensilio de peltre azul y la servilleta bordada que usaste para las 'tortillas' que completaron el almuerzo paterno. Esto se repitió durante un par de meses gozosos, hasta que un día, Lorenzo no apareció, ni en casa ni en su trabajo. Gran bronca. Días amargos, aciagos. El siguiente sábado, Ramón Jaime delata a tu padre y dice a Elenita que lo busque en el "Moro Musa", un lupanar y bar cercano al panteón de Mesquitán. Esa noche, muy noche, es la gota que derramaría el vaso, despiertas al escuchar abrir la puerta. Es tu padre. Te levantas de un salto y te abalanzas hacia la puerta. Es él, pero resulta una persona extraña. Te abrazas a sus piernas. Te levanta en vilo. Te sacude y te lanza contra el radio Philco de madera. Es lo último que recuerdas. Despiertas en el Hospital Civil. Tu cabeza envuelta en vendas. Elenita te anuncia que se van de nuevo, esta vez para siempre. Días después, íbamos hasta el punto más lejano, la Baja California, que sería nuestro hogar para siempre. Vale.
Suele decirse que cuando -en una batalla- se ha agotado el último cartucho, querrá decir que se ha llegado al momento crucial en que sólo queda el prepararse dignamente para morir o pasar el trago amargo de la rendición. En la vida 'normal', llegan instantes así de dramáticos. Te detienes unos momentos a recordar. Tenías casi cinco años. Tras abandonar la idea de salir de Yuba -en la Alta California- rumbo a Seattle, en el estado de Washington, Elenita -tu madre- y tú, bajan del tren en la estación de Guadalajara, tras decidir ella, con jolgorio tuyo, darle una oportunidad adicional a tu padre -Lorenzo- de reconstruir el nido deshecho un par de años antes, debido al corazón en condominio de tu progenitor, además de su afición por las bebidas espirituosas, la trova y la bohemia. Total, que ante la solemne promesa de reforma, avalada por el Sr. Cura Romo, de la Parroquia de Santa Teresa de Jesús, ilusionados, estaban de vuelta en la Perla Tapatía. En el andén no estaba tu padre. En un taxi se dirigieron a casa de Carmen Méndez -la entrañable amiga de tu madre-, donde permanecieron el resto del día, hasta que tu padre, en un auto prestado por Ramón Jaime, su amigo, llegó a recogerlos. Elenita estaba molesta, tú en cambio, estabas fascinado con el camioncito de reluciente hojalata que tu padre te obsequió. Esa tarde llegaron por fin a la reluciente casita de la calle Jaime Nunó casi esquina con Juan Álvarez. De ella recuerdas su cocina de azulejos y la hornilla de leña y carbón en la que Elenita cocinaba. Fueron días felices, aunque tristemente muy breves. Lorenzo, mientras se mantuvo sobrio, era insuperable. Cantaba tangos con muy bien timbrada voz. Tenía un carácter jocoso y bullanguero. Estaba dotado de una inteligencia admirable. Como mecánico industrial no tenía quien le hiciera sombra, pero... tenía que haber un pelo en la sopa. Día tras día acudes a la esquina de tu casa con un portaviandas en la mano -enviado por tu madre- con el almuerzo de tu padre. Ansioso, esperas que aparezca el autobús 'chato' No. 64 de la línea Mexicaltzingo - Mesquitán, -los ex tranviarios-, del que es conductor tu padre. Hace la parada. Subes. Te ubicas orgulloso en el asiento inmediato, atrás del conductor. Lo acompañas mientras come, al final del circuito. Luego, reanuda la marcha en la siguiente vuelta hasta dejarte en la misma esquina en que subiste inicialmente. Alegre, con unas monedas en el bolsillo de tu pantalón de pana, corres a tu casa a entregar presuroso, el utensilio de peltre azul y la servilleta bordada que usaste para las 'tortillas' que completaron el almuerzo paterno. Esto se repitió durante un par de meses gozosos, hasta que un día, Lorenzo no apareció, ni en casa ni en su trabajo. Gran bronca. Días amargos, aciagos. El siguiente sábado, Ramón Jaime delata a tu padre y dice a Elenita que lo busque en el "Moro Musa", un lupanar y bar cercano al panteón de Mesquitán. Esa noche, muy noche, es la gota que derramaría el vaso, despiertas al escuchar abrir la puerta. Es tu padre. Te levantas de un salto y te abalanzas hacia la puerta. Es él, pero resulta una persona extraña. Te abrazas a sus piernas. Te levanta en vilo. Te sacude y te lanza contra el radio Philco de madera. Es lo último que recuerdas. Despiertas en el Hospital Civil. Tu cabeza envuelta en vendas. Elenita te anuncia que se van de nuevo, esta vez para siempre. Días después, íbamos hasta el punto más lejano, la Baja California, que sería nuestro hogar para siempre. Vale.
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