A Silvia Elena, mi
primogénita. Con un día de anticipación -porque mañana, día 20 de noviembre, tu
cumpleaños, estarás fuera de la ciudad- es que me dirijo a tí para felicitarte
en tu... y siete aniversario. Déjame contarte. Era la mañana del día veinte de
noviembre. Tras dos días de dolores previos, habíamos comprendido que tu madre
habría de requerir una cesárea, antes de que se produjese sufrimiento fetal o
algo peor. La tarea se volvió colosal. Por ser día feriado, no había ningún
cirujano disponible, solo los internos de guardia en el Sanatorio Guadalajara,
donde se atendían, subrogados, a los empleados de la federación. En ese
entonces, tanto tu madre como yo, éramos derechohabientes del ISSSTE, como
maestros en servicio. En fin, tras mil apuros, el Sanatorio logró localizar a
un cirujano, el que -al parecer, por su desaliño- acababa de salir de una
fiesta. De más está decirte que yo estaba comiéndome las uñas mientras tu madre
era conducida al quirófano. Fuera del Sanatorio, ubicado a la altura de la
avenida "F" y la calle Segunda, todo era jolgorio y algarabía.
Algunos contingentes escolares se preparaban para iniciar la marcha en el magno
desfile conmemorativo. Estaba oyéndose el redoble de los tambores de una banda
de guerra con la fanfarria de un coro de cornetas en tono marcial, cuando
lanzaste el llanto con el que anunciaste tu llegada al mundo, que te recibía -como
ya dije-, con desfile, tambores y fanfarrias. La espera parecía eterna. Todas
tus familias -paterna y materna- estaban ansiosas y a la expectativa. Por fin,
el cirujano, con el bisoñé de lado, salió del quirófano. Cuando apareció, tu
padre se lanzó a preguntarle "Doctor... ¿Qué fue?", -fue niño,
respondió. Tu abuelo Leoncio festinó con orgullo "¡Niño!" y
festinando, porque yo había predicho que mi primer retoño sería una niña, me
espetó "¡Tal como lo anticipé yo!" y se regodeó, orondo. Ni tardo ni
perezoso, salí a la apretujada calle, bastante turbado, porque en mis sueños,
desde la lejana etapa juvenil en la Normal de La Paz, te había imaginado como
mujercita y así lo plasmé, en la nevería Blanca Nieves, escribiendo tu nombre
en una servilleta de papel, en lo que yo veía como una premonición. Así, sacado
de onda, confundido, corrí como alma que se lleva el diablo, varias cuadras
hasta que llegué con mi amigo Jack Swed en la avenida Revolución, quien me
indicó dónde conseguir una caja de habanos. Contento, emprendí el regreso a
paso veloz. Pasé a Central de Joyas, en la Calle Cuarta y Avenida
"C", con mi amigo Jorge Conde, a quien obsequié el primer puro. El
segundo se lo dí al Doctor Eloy Ovando, en la esquina de la Avenida
"H" y la Calle Tercera. De allí me enfilé al Sanatorio, a donde
llegué repartiendo los restantes habanos. Cuando ofrecí uno a tu abuelo Leoncio
-mi entonces suegro-, soltó la carcajada y me dijo, entre burlón y ofuscado,
"¡Es niña, el médico la regó!". Sorprendido, te vi por la ventana del
cunero, mientras una sonriente enfermera te señalaba con el índice, pues había
seis cunas más, siete con la tuya, así que el 7 sería tu número de la suerte.
Me di la vuelta y me eché a correr de nuevo hasta la Avenida Revolución.
Sudoroso, entré a la tienda Woolworth, compré una caja de bombones recubiertos
de chocolate y como exhalación emprendí el regreso. De pasada, llegué con mis
amigos y paisanos de las joyerías Lepe e Ynda, ya desaparecidas, creo. Allí
dejé el resto de los puros restantes. Ya de regreso, repartidos que fueron los
bombones, recordé con orgullo que, años antes, jovencito e ilusionado, había
anticipado tu nombre, Silvia Elena, en una humildísima toallita de papel.
¡Feliz cumpleaños, hija! Vale.
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