Columna de análisis social,
cultural, político y económico. Mamotreto de carácter semi-nostálgico y
ligeramente izquierdoso.
Si es usted reacio al
progreso, ni se tome la molestia de leerme. Conste.
Año II, Tomo II, Época II,
No. 119, Edición del 2 de octubre de 2017.
NO SE OLVIDA
En efecto, es 2 de octubre y siendo yo un joven de apenas 21 años, me tocó ser testigo presencial de un momento histórico trascendental para el país. ¿Cómo se produjo este gran movimiento que terminó en masacre? Vuelvo mis recuerdos al día 26 de julio de 1968. Me encontraba en la Ciudad de México, como estudiante de la Escuela Normal Superior. Ese día me dirigía al correo central para enviar un giro postal a mi señora madre, luego de gestionar un préstamo en la oficina de pensiones del ISSSTE. De improviso, en la calle de San Juan de Letrán, vi cómo se apostaban camiones repletos de granaderos. Eso me inquietó enormemente, pues esos cuerpos represores no salen a la calle para desfilar. Me detuve un instante a las puertas del correo mayor en lo que vi pasar corriendo a un grupo de jóvenes en camiseta de red, musculosos, armados, provenientes del rumbo del Palacio de Minería. La alarma cundió entre los civiles y creció el pánico al descubrir varios autobuses repletos de estudiantes ruidosos y alharaquientos del Poli que, en airada -si bien alborozada- protesta, parecían dirigirse al Zócalo capitalino a plantear sus quejas ante el Palacio Nacional, al que se les impediría llegar echando mano de los cuerpos represores. ¿Pero cómo empezó todo? Días antes, los jóvenes de la Vocacional No 2 del Poli -creo- se enfrascaron en una típica trifulca estudiantil con los alumnos de una Preparatoria particular -la Isaac Ochoterena- dando lugar a que interviniera la fuerza pública, que cargó selectivamente contra los estudiantes de la escuela oficial, inscursionando en su edificio y agrediendo a algunos maestros que intentaron interceder en apoyo de los jóvenes. Así, la protesta inicial solo exigía la disculpa hacia esto último por parte de los jefes policíacos de apellido Mendiolea y Cerecero. Volviendo a mi narración inicial, diré que -desde mi punto de observación- vi cómo los granaderos le cerraron el paso a los 'protestantes’ hacinados en dos autobuses, a espaldas del Palacio de Bellas Artes. Todo lo que esgrimieron los alebrestados muchachos fueron escupitajos y mentadas contra los uniformados. De improviso, a un silbatazo siguió el estampido de armas de fuego. Intenté guarecerme -junto a otros bobos como yo- dentro del correo, pero algo o alguien bloqueó la puerta de entrada, por lo que instintivamente me dejé caer al suelo. En fin, el desigual jaleo terminó pronto. Lo que no terminaría pronto fue el Movimiento Estudiantil que le siguió, incentivado por la necedad autoritaria de un régimen rígido, insensible, lo que produjo un apoyo solidario muy amplio y a las crecientes demandas estudiantiles, hubo que adicionar las sociales y políticas. Pronto las marchas de unos cuantos se convirtieron en multitudinarias y la huelga estudiantil se volvió general. Por primera vez, pumas y burros blancos marcharon codo con codo. Se complicó todo ante la cerrazón oficial. La Normal Superior y decenas de instituciones educativas se sumaron, amenazando con extenderse al resto del país. José Luis Somadossi y yo lo vivimos en primera fila. Él volvió a Ensenada y yo, para el 5 de septiembre, ya estaba de vuelta en la Escuela Álvaro Obregón de Tijuana. En mi trabajo en el aula hube de conocer el sangriento final que don Gustavo Díaz Ordaz dio como única respuesta a la sociedad reunida en torno a los estudiantes, ese fatídico 2 de octubre de 1968 en la ensangrentada Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Eso marcó a mi patria con un antes y un después. Vale.
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